miércoles, agosto 08, 2007

Miserable.

Miraba hacia afuera de su ventana.

Una singular escena se daba: dos perros follaban.

Pensó en cuanto tiempo que no veía eso.

Y se maldijo por lo bajo.

Odiaba a todo el mundo, despreciaba el amor, y las cosas buenas de la vida.

Todo esto, porque sentía que nunca pudo tener lo que él quiso.

Nunca nadie, según él, demostró amor hacia su persona. En sus cincuenta y tantos años.

Medio siglo de soledad.

Y le pesaba la condena de su condición: mil años de soledad.

Y él no estaba apurado.

Tenía todo el tiempo del mundo.

Y, mientras pacientemente esperaba, se dedicaba a vigilar al mundo feliz tras su punto de visión.

A lo lejos, caminando de la mano, una pareja se besaba apasionadamente. Los maldijo. Los odió.

Por poder amar.

Y su mente empezó el proceso habitual: autoflagelación.

Encerrado en su sucucho, jamás saldría al mundo, lo vería como un espectador anónimo. Ese ser que te odia, que te da malas vibras, pero que nunca conociste.

Todos los males, él los causa. Y su odio y rencor hacia los demás, no conoce de límites.

Así, un día caminando fuera de su departamento, siento que me mira. Ve en mi a alguien despreciable. un ser que está tratando de ser feliz, pero que a duras penas logra algo de estabilidad emocional. Y, en un acto de maldad sin precedentes, me desea que jamás lo logre: me maldice, como maldice a todo aquel que pase por su vista de halcón.

Lo llaman el diablo (una vez que te echa la maldición, no te la quitas con nada).

Y, resignado, me voy, me alejo de su vista. No sea que me eche otra maldición.

Cuidado con esa esquina.

Puede ser que te eche su mal de ojos.

(I thought that you were wise, but you were otherwise)

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