lunes, febrero 09, 2009

El Problema del Tiempo (tercera parte)

El autorizado, sentado en su escritorio de caoba, miraba la chimenea arder. Su secretaria le había informado hace poco, que un relojero había llamado por un reloj de cuerda que, inexplicablemente, iba hacia atrás. Él dio la instrucción de ir a buscar al relojero y traer inmediatamente el reloj. Era el tercer caso de la semana.

La patrulla del autorizado llegó al local del otro relojero, y golpearon la puerta, educadamente. El otro relojero abrió, y se presentaron como funcionarios del autorizado. Preguntaron amablemente si este era el local de donde habían llamado por un reloj que retrocedía. El otro relojero les contestó que sí, y ellos le pidieron si los podían acompañar a las oficinas del autorizado. El les dijo que no había problema por él, pero que estaba con el relojero viejo, y que el reloj era de él, o que él era el encargado. Los funcionarios dijeron que él también viniera. El otro relojero dio aviso al viejo relojero, y ambos fueron al automóvil de los funcionarios. Y se fueron. Traían consigo el reloj.

El reloj, a estas alturas, ya iba nueve horas y pico desde que empezó a retroceder.

El automóvil se detuvo en las puertas de las dependencias del autorizado, en un céntrico rascacielos de gran altura. Entraron en el edificio, escoltados por los funcionarios, y tomaron el ascensor. Uno de los funcionarios presionó el botón del piso cuadragésimo noveno (el último piso del rascacielos). Iban solos en el ascensor, que subía con gran rapidez. Pasó un minutos y unos cuantos segundos más, cuando las puertas del elevador se abrieron en el cuadragésimo noveno piso. Una elegante oficina de piso de mármol con incrustaciones de lapizlázuli, se extendió ante ellos. Las paredes eran de maderas nobles rojizas (roble, caoba), y había una escultura de mármol blanco y negro, de un relojero, sentado en una mesa, mientras arreglaba un reloj cucú. Detrás de la estatua, estaba la recepción. La secretaria señaló con la mano derecha la puerta por la cual debían entrar. Y los relojeros pasaron por el umbral de una gran puerta de roble. Avanzaron por un pasillo, y se detuvieron ante una gran puerta de cobre, labrada prodigiosamente, que descubría la perfecta maquinaria de un reloj. Los agentes del autorizado, le indicaron a los relojeros que esa era la oficina del autorizado. Que debían tocar, y cuando él lo dijera, debían entrar, y hacer lo que él les diga. Ellos asintieron, y nerviosos, golpearon la gran puerta de cobre. Escucharon un adelante, y entraron, mientras los agentes salieron del cuadro.

Entraron en una enorme oficina, que tenía un gran acuario, lleno de peces en el centro. Habían muchas esculturas de ilustres relojeros, y muchos cuadros, también de relojeros. Vieron las paredes, recubieras de relojes de pared., y llegaron al despacho del autorizado, que estaba adelante de una gran chimenea, que en su parte superior tenía un gigante reloj de péndulo. El péndulo era de oro puro macizo, y se movía en su vaivén clásico, de un lado a otro, de izquierda a derecha a izquierda, exactamente, precisamente, y vieron al autorizado.

Era el autorizado un hombre vestido impecablemente de negro, con camisa blanca, y corbata negra. Alto, de alrededor de unos 50 años a simple vista, de expresión severa, barba controladamente abundante, ojos color azul profundo, y una mirada aguda. Tenía las manos atrás, mientras los saludaba. Les dio la bienvenida, y les estrechó la mano a cada uno. Los invitó a tomar asiento, mientras les ofreció café y/o agua y galletas.

El reloj daba exactamente las nueve horas y cincuenta y dos minutos desde su inicio de retroceso, al mismo tiempo que el enorme reloj de péndulo, daba las siete en punto de la tarde.


Continuará...

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